Vuelo cometas con las manos plateadas de luna

placentaria

atada al cordón umbilical de los sueños

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jueves, 30 de abril de 2020

DIARIOS AZULES

                                          

Cuando  aún no había cumplido diez años, adoraba escuchar las historias que contaban los mayores. Pero, lo que más me gustaba era cuando, en lugar de: Había una vez”, el cuento comenzaba con: “Hace quince años, o treinta o cuarenta “, y mientras más fueran los años transcurridos, más me sentía atraída por la narración. Me parecía, que, si yo ni siquiera había vivido diez años, pues, veinte encerraban un largo tiempo, y cincuenta algo así como la eternidad, para mí imaginación de niña, un adulto con muchas historias que contar era un libro vivo, un tesoro.

 A veces hacía que mis hermanos menores escucharan mis historias donde yo era protagonista, e iniciaba diciendo “Hace seis años, hace tres, hace un día”, narraciones en las que trataba de recordar mis aventuras, tan lejanas como las que mi memoria en diez años de vida me permitía atesorar. Otras veces me quedaba en el balcón sola, pensando en mi corto pasado, tratando de revivir momentos, mientras reía o lloraba dramatizando el recuerdo, como si todo estuviera ocurriendo nuevamente.

Quizás ese deseo de tener historias que contar lo adquirí de mis padres inmigrantes, escucharlos narrar sobre su tierra, su juventud y su infancia, era llevarnos de la mano a nuestras raíces, el idioma italiano era junto a la pasta y el ragú, el pan nuestro de cada día. Los nacimientos fabulosos de mi madre, recreaban las aldeas de su Abruzzo Natal, algún que otro soldadito de mi hermano le recordaba los partisanos sobre las colinas de papel marrón pintado de verde oliva, las historias sobre la guerra, los hermanos fallecidos en la batalla, el seminario vivido por mi padre, alimentaban mi deseo de escuchar historias, donde, eso sí, se especificara el tiempo transcurrido, y si no lo decían, preguntaba: “Hace cuánto tiempo fue? “y escuchar que era tanto tiempo atrás me hacía dichosa. 

Papá y mamá tenían diarios, eran sus chats de los años 40, como los emails de hoy, manuscritos de aquel tiempo, cuadernos que mamá, años más tarde, hizo empastar por fechas, encuadernados con portadas azules, a los que yo bauticé: “Los diarios azules” 
Los 6 libros manuscritos día tras día durante 15 años de sus vidas, me fueron regalados por mamá después de la muerte de papá y pocos años antes de que ella partiera para siempre.
Allí, estaban registradas sus historias, sus emociones de jóvenes enamorados, los intentos de papá de lograr graduarse en la universidad de La Sapienza en literatura, mi nacimiento, su decisión de emigrar, la separación el reencuentro, la vida.

De esos tiempos también tuve por herencia el carnet universitario de papá, que con sus diarios son mi mayor tesoro, en esas páginas amarillentas por la vida y el tiempo, supe de su renuncia a terminar la carrera, la post guerra era cruel, sin distinción alguna.  Esos diarios, no pude abrirlos sino unos años después de la muerte de mamá 
Los leí durante siete días, sin interrupciones. 

Mi esposo respetó mi intimidad y mi retiro, en el balcón de la casa, como cuando niña, imaginaba historias de mi breve vida, esperando que el tiempo transcurriera, para poder decir:  
-“ Hace treinta años cuando era apenas una niña...”-

También lloré y reí, leyendo los diarios azules de mis padres.

Recordé, cuando papá y mamá los guardaban bajo llave en el escritorio de la biblioteca de la casa, y yo me  imaginaba abriendo sigilosamente la cerradura para conocer qué secretos ocultaban.

Hoy, sonrió y lloro escribiendo esta historia, que sin ser  del todo mía, también me pertenece y me hace decir, contándola :

“Había una vez, por los años 40, antes de la guerra, en Italia, en la ciudad de Sulmona, dos jóvenes enamorados, que escribieron durante 15 años diarios azules, y eran mis padres. “

 

                          

ZAFIRO ROSA

Para hacer un prado se necesitan un trébol y una abeja
                                       Un trébol y una abeja
                                       Y ensoñación
                                        La ensoñación habrá de bastar
                                        Si las abejas son pocas
                                                                                                                                                 Emily Dickson

La luz de la luna entraba por las rendijas de la casa, dibujando luciérnagas rosadas sobre el pavimento.

Insomne, salí a disfrutar la brisa fresca del patio, afuera la tumbona azul, como un pedacito de cielo derramado, sobre el que solía, en momentos como estos recostarme, me invitaba.
Tomé un libro, y aunque la oscuridad de la casa no me permitía ver cual había elegido, estaba segura, que arropaba en mi regazo un poemario de Emily Dickson. Recostado en mi pecho, el libro de poemas escuchaba mis latidos, así como yo oía palpitar la noche.
Un destello de luna se posó sobre el lirio blanco de la portada, y supe que allí estaba Emily, unida a mí, por un cordón umbilical constelado.
Recordé que a veces Emily iniciaba sus cartas con la frase: “ábreme despacio” Abrí el libro con lentitud y al azar, y me posé en el poema, como lo hacen las mariposas atraídas por la luz.
Lo leí en voz alta, para que la noche lo escuchara junto a mí, y sus sonidos hicieran coro al ritmo de las palabras que yo susurraba.

 “La eternidad está compuesta de Ahoras
No es un tiempo diferente-
Excepto que por infinitud-
Y latitud de hogar- 208

Me quedé pensando en los versos, mientras contemplaba la luna rosada de abril, ninguna nube se había interpuesto para ocultar su sonrojo, parecía un enorme zafiro de un rosado intenso, y yo, cual lagartija nocturna, me inundaba de ella disfrutando el instante y pensando, en esa imagen maravillosa del poema que crea un símil en el verso entre el ahora y la eternidad.  
La luna, se mostraba ante mis ojos como un astro brillante, y sin embargo, ni siquiera brilla de luz propia, pero a diferencia del hermano sol henchido de fuego eterno, ella, se dejaba mirar, pensé.
 La luna, me recordó la belleza que no marchita con el tiempo, que más que ella para mostrarme lo que era un instante de eternidad.

Recordé a mi madre, y me vi niña, me imaginé con ella en el patio, mirando la luna y contándome que las piedras preciosas guardan significados, y que el zafiro rosa es la piedra que aporta la sabiduría de la resistencia a la propia vida, enseñándome que la verdadera fuerza reside en el poder de la vulnerabilidad.

Allí estaba yo, vulnerablemente expuesta a la luna de zafiro, en un instante sin tiempo, volviendo a ser niña, junto a mi madre en los momentos tan suyos y míos, cuando nuestros poemas llenaban las horas para contarnos en versos la vida.
Ahora era un libro de Emily Dickson que me hablaba de resistencia a la vida, para encontrar la fuerza que en aquel instante la luna rosa me regalaba.
Me pregunté qué esperaba yo de esta noche de luna de destellos rosas, que dibujaba sombras oscilantes en los muros del patio. Anhelaba una respuesta a las mil preguntas que no tenían respuesta.  Quien las escucharía ¿Quien me respondería, la Luna o Emily? ¿Quién era yo, la luna, la madre o la niña?
O todas ellas.
Que es el ensueño, me pregunté, sino ese pequeño espacio entre la realidad y el sueño donde todo se hace posible. Y, en ese pequeño espacio ensoñado, yo me hice luna y ocupé el lugar de mi madre.
Y fui Emily, fui luna, fui madre, fui niña, fui poema, bañada de destellos rosados de luna.

Le dije a la Luna: - ¿Sabías que a Emily Dickson, le gustaba utilizar el seudónimo de Daisy, es decir: Margarita, ¿porque el símbolo de esa flor es el sol?

Pero la luna, no quiso seguir ensoñando, y por toda respuesta se arropó de nubes, dejándome sola, con Emily, sus poemas, y mis pensamientos.


Emily ahora niña, dormía en mi regazo, yo era la madre que leía versos en un libro de poemas, bajo la luna de zafiro rosa, que, se había desarropado nuevamente para iluminarnos, y en su serena y aparente inmovilidad, como suspendida entre la tierra y el infinito, supe que  me había regalado la luna de abril un instante de eternidad.


En tiempos de cuarentena bajo la luna de abril 2020

Anna Fioravanti



viernes, 15 de junio de 2018

EN EL NOMBRE DEL MAR DE LA ARENA Y EL VIENTO



En las noches, cuando la oscuridad despliega su manto diamantado, en las playas, donde un palacete se deja morir de mengua, las olas impertérritas siguen acariciando la arena por los siglos de los siglos.

El mar ha visto esas costas muchas veces, en su ir y venir infinito, las ha divisado solas, pobladas, alegres y grises en los días de lluvia, las ha contemplado erguirse y desmoronarse, pero nunca su memoria azul ha olvidado al hombre de barba que se quedaba esperando inmóvil la luz, acompañado de sus muñecas de trapo.

En las noches de luna llena, el mar eleva sus olas para buscar aquel hombre y su compañera, pero solo la luz titilante del palacete, o la oscuridad le susurran que ya no han vuelto
Fue una noche, hace mucho tiempo atrás, en que ellos corrían en la soledad de la playa pescando luceros, y gritaban sus nombres cada vez que los encontraban en la espuma que se rompía en la arena. Luego el mar vio como ella, descansaba debajo de un uvero, y él se detuvo de pronto, mirándola bañada de la luz que se colaba por las ramas, y le dijo en un susurro “quédate así Juanita” y ella se quedó inmóvil, allí, bajo el uvero, bañada de luna.

La arena, fue la que le contó al mar que el hombre de barba pintó a Juanita bajo el uvero, y ella estuvo, quieta, como una diosa de cobre, hasta que el sol los encontró a ella dormida y a él pintándola hasta que, otra luz, surgió en la línea que quiebra el horizonte. 

LLUVIA, PAJAROS, CIGARRAS


Escucho  la voz del agua mansa, el sonido del silencio del mundo que nos lleva a encontrarnos con lo que nos habita. Me gusta la voz húmeda de la lluvia que cae, y marca al ritmo el tiempo de la naturaleza.  Me cautiva el trino de los pájaros que avisan la llegada de la dama de agua y me quedo presa en el canto en crescendo de las cigarras antes que la lluvia llegue.
Me gusta el estallido sonoro que avisa el paso de la sequía al invierno, ese chirriar en aumento que es el encuentro de la vida que se inmola ante la naturaleza sedienta para dar paso a la lluvia. 
Amo la trilogía armoniosa que nos conduce a la historia repetida y siempre renovada que periódicamente en el escenario vivo del planeta, dibuja horizontes avenados, puntillismos móviles en el cielo, y nos regala un concierto de cigarras.
El silencio se vuelve expectante cuando las aves, se anidan en sus refugios, mientras yo contemplo el enchumbado horizonte y los cristales del agua que se precipitan y campanillean sobre cada cosa.  
Amo el canto liquido del agua que, sobre cada calle, cada techo, jardín o charco y hasta sobre los paraguas de los prevenidos transeúntes, se convierte en instrumento sonoro regalándole a la tierra una musicalidad húmeda.
Los pájaros saben de las partituras del concierto y predicen el humor de la lluvia, algún acuerdo desconocido y milenario los hace sensores de la madre tierra. Y los chubascos, lluvia tenues o tormentas los vuelven inquietos, cantarines o prestos a iniciar la danza del aire, llenando el espacio de siluetas espesas y cambiantes, como pintores puntillistas, trazan y dibujan formas en su ir y venir constante, acompañando sus danzas de trinos para convocar a otros de su especie.
Vuelan las aves en círculos cuando se anuncia tormenta, dibujando formas, que se alargan, van y regresan, avisando que es hora de suspender el vuelo y encontrar refugio. Su trinar es en aumento, adquiriendo sonidos inquietantes, a medida que otros se unen al vuelo, el cielo ya oscuro de nubes se densa de aves bulliciosas que buscan refugio.
Pero cuando un simple chubasco refrescará la tierra, se quedan acurrucados en sus alas, sus pequeñas cabezas se encogen dentro de sus plumas, y amanecen en los troncos en las ramas, expectantes, hasta que toda pasa.
Mientras disfruto la puesta en escena de la dama de agua, que nunca llega sola, un séquito de nubes, y la brisa o el viento, anuncian al mundo que ella viene o se marcha. 

Cuando la lluvia calla, y el viento se aleja, los pájaros reinician su canto.
Quedan restos de humedad: charcos aquí y allá, calles anegadas, jardines reverdecidos, hojas húmedas, tejas y desagües con goterones, vertientes enlodadas, pero poco a poco toda la humedad se escurre por las venas de la tierra.
Y los pájaros  vuelven a entonar sus trinos.